En este artículo relato mi experiencia con Cabify y expongo cómo la estructuración de su modelo de negocio confluye en una pérdida de control de la relación de la marca con el cliente.
El pasado domingo 21 de enero tuve la feliz idea de descargarme la aplicación de Cabify. Todo empezó con una invitación. Salir a cenar con mi pareja en un coche premium con chófer. Un detalle pretendidamente chic, que resultó serlo mucho menos de lo imaginado.
Si bien la descarga de la app y el alta en el servicio transcurrieron sin problemas, las cosas no tardaron en torcerse. Nada más llegar al portal de mi acompañante, abrí la aplicación, introduje la dirección en la que estaba, a la que deseaba ir y elegí el servicio executive. La app me informa que en unos 6 minutos llegaría mi coche. Ipso facto, recibo un correo informándome de que se me acaba de cargar el servicio.
Poco después del tiempo previsto, la app me avisa de que mi Cabify ha llegado. Pero delante nuestro no vemos ningún coche. Recibo una llamada del conductor y le comunico nuestra dirección, el número ## Bis. Voy para allá -me dice-. Pasados unos minutos, la app vuelve a indicarme que mi conductor ha llegado, pero delante nuestro sigue sin aparecer el vehículo solicitado. Los cinco minutos de cortesía empiezan a contar, trato de contactar con el chófer y no contesta. Empiezo a preocuparme. Veo que la localización del GPS es correcta, pero en la dirección de recogida figura otra calle. Qué pasa -pregunta mi pareja con inquietud- No lo sé -respondo- algo debe estar fallando -contesto desconcertado- pero el GPS nos ubica correctamente, ¿ves?
Vuelvo a intentar ponerme en contacto con el conductor y sigo sin recibir respuesta. Pasan varios minutos hasta que finalmente me contesta. Le pregunto dónde está y me dice que en la calle que le indica su aplicación. Le comunico de nuevo, con un tono inconfundiblemente molesto en mi voz, nuestra dirección. Ah, amigo… voy para allá.
Por fin, pasados algo más de 10 minutos llega nuestro coche. Tras un momentáneo y cortés intercambio de reproches, decepcionados nosotros, a la defensiva el conductor, no ha lugar a ningún tipo de duda de que ha sido la app la causante del malentendido. La localización inicial no se correspondía con la dirección de recogida que yo había tecleado, y a falta de una ventana (script) de confirmación que hubiera evitado fácilmente el error, el conductor acudió al lugar que le marcaba su app. Un problema habitual según nos comenta, y nos sugiere que enviemos un correo a Cabify, que él puede enviarlo también, pero que a los conductores no les hacen ni caso.
En lugar de disfrutar del viaje (como hubiera sido de esperar, más aún siendo “Disfruta del viaje” el slogan de Cabify), y ante la falta de un teléfono de atención al cliente, me paso el trayecto tecleando mi problema en un apartado del confuso centro de ayuda de su sitio web.
Llegamos al destino estipulado, donde amablemente el conductor abre la puerta de mi pareja, le damos las gracias y nos despedimos, quedando ambos en enviar sendos correos a Cabify.
Finalizada la cena, ya en casa, compruebo que un “Excellence Associate” me ha respondido. Tras revisar mi caso, me confirma, el conductor se dirigió correctamente a la dirección que figuraba en el punto de recogida y que, por tanto, el importe cobrado por la espera era correcto. Inmediatamente contesté que había sido un error de la app y que, visto el funcionamiento de Cabify, quería darme de baja, procedimiento que requiere otro correo, en lugar de una simple opción de menú.
Curiosamente, el importe cobrado por la espera apenas repercutía unos céntimos en la factura final, pues el trayecto fue tan corto que no cubría el mínimo establecido por la prestación del servicio. Lo que verdaderamente me disgustó no fue el insignificante cargo extra, sino la falta de consistencia de la experiencia Cabify: que la app no funcionase correctamente en un aspecto crítico del servicio como es la ubicación; que el conductor se desentendiera echando balones fuera, aduciendo precisamente el funcionamiento de la app, como si Cabify y él fueran dos entidades disociadas (algo que efectivamente a efectos legales es así); que no existiera un servicio de atención telefónica (o, en su defecto, una manera más fácil de contactar) y que no me pudiera dar de baja de forma sencilla.
A la mañana siguiente, tras navegar unos segundos por la red buscando información sobre Cabify, tropecé con un artículo de El confidencial, que reseñaba los fallos técnicos y las quejas que acechan a la compañía, que me confirmó que no era, ni mucho menos, el único que había tenido problemas con la localización y me invitó a utilizar Twitter para reclamar. Entré en mi cuenta y le envié un tweet a @cabify_espana, donde prácticamente al momento recibí una respuesta planteándome que detallara mi caso en un DM para que pudieran estudiarlo. Les resumí lo sucedido, me agradecieron mi exposición y me comunicaron que derivarían mi caso al equipo de Excellence, el cual me escribió en poco más de hora y media notificándome la agradable sorpresa de que, teniendo en cuenta la información que les había proporcionado, y de manera excepcional, habían procedido a modificar el importe cobrado por el tiempo de espera. Agradecí su decisión y les comenté que el problema se podría haber evitado si en el momento de contratar el servicio me hubiera saltado una ventana de confirmación con las direcciones de recogida y destino. De nuevo, agradecieron mi sugerencia y me comentaron que la habían derivado al departamento correspondiente.
Una vivencia tan trivial como esta que acabo de relatar, nos ofrece unas cuantas pistas sobre la complejidad de la gestión de la experiencia de cliente, incluso en servicios aparentemente sencillos desde el punto de vista de quien los demanda. Si Cabify, que se define como una plataforma para facilitar la intermediación entre sus usuarios y un sector profesional preexistente (transportistas titulares de licencias VTC), pretende que sus conductores sean una de sus señas de identidad, es contradictorio que la mayoría de estos sean trabajadores subcontratados por empresas de flotas de vehículos VTC, y que no regule la relación laboral entre ambas partes.
Lograr una experiencia homogénea y consistente es algo extremadamente complejo cuando una empresa pone la tecnología, otras las licencias, otras los vehículos y el conductor queda como el último eslabón trabajando muchas horas y cobrando muy poco. (y no me vale la excusa de que eso se soluciona con el coche autónomo, puesto su despliegue va a ser bastante más lento de lo que vaticinan algunos entusiastas).
Si la dirección pretende competir contra gigantes como Uber sin entrar en una destructiva guerra de precios, como aseguraba recientemente su fundador y consejero delegado en una entrevista para El Confidencial, con motivo del éxito de su última ronda de financiación, van a tener que darle alguna vuelta a su modelo de negocio y seguir mejorando su experiencia de cliente como ventaja competitiva.