La obesidad es la causa de muerte con mayor crecimiento en todo el mundo. Las muertes por exceso de peso triplican ya a las muertes por malnutrición. Es una epidemia que la tecnología puede ayudar frenar.
Gordos y enfermos. Ese es nuestro destino más probable. A pesar de los grandes avances médicos de los últimos años, los problemas de salud no han parado de crecer. España, siendo el país con la esperanza de vida más alta de la UE y el segundo país a nivel global, padece los mismos problemas que asedian al resto de países desarrollados:
Envejecimiento de la población. Vivimos más años, pero no más sanos.
Enfermedades crónicas inducidas en su mayoría por hábitos poco saludables, entre los que la mala alimentación se lleva la palma.
Durante las dos últimas décadas, nuestros niveles de obesidad se han duplicado. Más de la mitad de los adultos españoles están por encima de su peso ideal.
¿Qué implicaciones tiene todo esto?
Desde la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición, al igual que desde la OMS se considera la obesidad como una epidemia. Como una enfermedad cuyo tratamiento devora el 7% del presupuesto sanitario público español, como consecuencia de las patologías en que degenera: enfermedades cardiovasculares, ictus, artritis, diabetes tipo 2… y hasta algunos tipos de cáncer.
Hablamos de una enfermedad, de un problema grave de salud pública, no una cuestión de estética. En torno a unas de cada 6 muertes están directamente relacionadas con la obesidad. Si bien su origen puede encontrarse en factores genéticos que predisponen al sobrepeso, en enfermedades metabólicas o en trastornos psicológicos, en 7 de cada 10 casos es una enfermedad prevenible.
¿Y cómo se previene?
Necesitamos un nuevo modelo sanitario, un modelo basado en el cambio de comportamiento, en el cambio de hábitos. El futuro de la salud no puede seguir basándose únicamente en tratarnos cuando caemos enfermos. Es insostenible.
En lugar de gastar miles de millones en curarnos cuando enfermamos ¿por qué no nos centramos en mantenernos sanos? La prevención y el tratamiento a largo plazo de las enfermedades crónicas, es la clave. ¿Cómo es posible que pretendamos vivir una vida más larga y plena si no cuidamos de nuestra salud?
Ni que decir tiene, que diseñar e implantar un programa que favorezca un cambio de comportamiento sostenible a gran escala es una tarea ardua donde las haya. Si realmente queremos tener éxito con una iniciativa tan ambiciosa, empecemos por reconocer que, como nos recuerda el último Premio Nobel de Economía, Richard Thaler, cuando decidimos, nos parecemos más a Homer Simpson que a Spock, esto es, lejos de parecernos a los seres racionales que habitan en los libros de economía, las personas somos fundamentalmente emocionales y estamos inconscientemente influidos por prejuicios cognitivos sistemáticos, hábitos y normas sociales que condicionan nuestras elecciones.
Si pregunto si alguien recuerda los experimentos de la caja de Skinner o “cámara de condicionamiento operante”, es probable que la respuesta sea no. Sin embargo, no tengo la menor duda de que no hay quien no lleve una en sus bolsillos. Si, una interfaz digital que influye inexorablemente en las decisiones que tomamos a diario.
Si la caja de Skinner consistía en un habitáculo en el que se encerraba a una rata, o a una paloma que cada vez que tropezaba con una palanca recibía una bolita de comida, y no tardaba en asociar la relación causa-efecto entre apretar la palanca y recibir la comida, las aplicaciones de nuestros dispositivos móviles, por infinitamente más sofisticadas que nos parezcan, funcionan de una manera asombrosamente similar.
En experimentos posteriores, Skinner añadió un factor de variabilidad. En lugar de seguir dándole al animal la bolita de comida cada vez que pulsase la palanca, la máquina se la proporcionaría de manera aleatoria. A veces sí, y a veces no. Las nuevas recompensas intermitentes prácticamente doblaron el número de veces que las palomas presionaban la palanca.
En las personas, esa variabilidad en la entrega de recompensas dispara nuestros niveles de dopamina y nos incita a desear más. Estamos programados para aprender, y nuestro aprendizaje implica obtener retroalimentación constante de nuestro entorno. Es la fórmula en la que se basan las tragaperras, los likes de Facebook, los retweets, el scroll de Pinterest o Instagram, las recompensas de los videojuegos, los guiones de las series y, en general, cualquier producto, o servicio cuyo éxito dependa de mantener a su audiencia enganchada el mayor tiempo posible.
Hoy, todo esto tiene un nombre: diseño de comportamiento (behaviour design) y es consustancial a la manera en que marcas y gobiernos intentan influir en las decisiones que tomamos a diario.
Si hay una cosa clara, es que las personas somos animales de costumbres, y la tecnología contribuye a crear hábitos. Un hábito no es otra cosa que una conducta automática adquirida, provocada por pistas contextuales y que realizamos de manera semi-instintiva. Si la tecnología está siendo capaz de crearnos hábitos que incluso pueden degenerar en adicciones (dos grandes inversores de Apple han pedido un plan a la compañía para que controle la adicción de los niños a sus dispositivos y el mismo Tim Cook no quiere que su sobrino de 12 años acceda a las redes sociales), con los insights psicológicos que disponemos, es razonable preguntarse ¿qué pasaría si pudiéramos diseñar una aplicación que persuadiera a las personas con sobrepeso a modificar sus malos hábitos? (por centrarnos en un ejemplo de un problema acuciante para la sociedad, que actualmente no tiene solución).
Estamos hablando de diseñar una conducta que influya positivamente en la vida de las personas con obesidad, o sobrepeso. Es bien conocido que los productos que requieren un alto nivel de cambio conductual son propensos al fracaso, incluso cuando ofrecen beneficios evidentes*. Los viejos hábitos tardan en morir y los últimos hábitos adquiridos, son los primeros en desaparecer.
Para que una nueva conducta se consolide, debe suceder a menudo y sernos útil. Cuanto más frecuentemente ocurra la conducta, con más fuerza arraigará el nuevo hábito*. Pensad en Google y en Amazon, cuanto más los usamos, mejor funcionan sus algoritmos y, consecuentemente, los usamos más. No es casualidad que Google y Amazon dominen de manera casi monopolística las búsquedas por internet y el comercio electrónico, respectivamente.
Según B.J. Fogg, psicólogo director del laboratorio de tecnología persuasiva de Stanford, para que alguien haga algo, ya sea comprar un libro, mirar el móvil, o ir al gimnasio, deben suceder tres cosas al mismo tiempo: la persona tiene que querer hacerlo, tiene que poder hacerlo y tiene que recibir el estímulo adecuado para hacerlo. Este estímulo sólo funcionará cuando la persona esté motivada, o la tarea sea muy fácil. De ser difícil, se frustrará y si no está motivada, se molestará.
La frustración es más fácil de solucionar que la molestia, por lo que, cuando queramos que alguien cambie su conducta, deberemos, por encima de cualquier otra consideración, facilitarle las cosas. No podemos hacer que la gente haga lo que no quiere hacer.
¿Qué sucede cuando llegamos al final de un episodio en Netflix? Que automáticamente salta el siguiente, a menos que lo paremos. Nuestro nivel de motivación es alto, pues el episodio nos ha dejado con las ganas de saber qué pasará en el siguiente y estamos mentalmente sumergidos en el mundo de la serie. El nivel de dificultad se ha reducido por debajo de cero. Es más difícil parar que seguir viendo la serie. Este es el principio del pequeño empujón (nudge) bajo el que algunos gobiernos y empresas inscriben a sus ciudadanos en planes de pensiones, al convertir la decisión en la opción por defecto, en lugar de presentarla como una alternativa.
Con la motivación suficiente, es de esperar que las personas respondan ante un estímulo, que, de estar bien diseñado, las encontrará en el momento en que más ganas tengan de actuar. No hay nada como poner un estímulo irresistible en el camino de una persona motivada.
Si nos estimulan a hacer algo que no nos gusta, casi con toda probabilidad, no volveremos a hacerlo, pero si nos gusta, volveremos a hacerlo repetidamente y lo terminaremos haciendo sin pensar. Cuanto más inmediata e intensa sea la emoción que una persona siente la primera vez que usa algo, más probabilidades tendrá de convertirse en una decisión automática. Es el motivo por el que recibimos una copa de champán cuando nos sentamos en la clase business de un avión, o por el que las marcas de lujo cuidan con esmero el empaquetado de incluso sus productos más accesibles.
Estas descargas de dopamina son las responsables de los vínculos emocionales que establecen las marcas de éxito con sus clientes.
En definitiva, los hábitos pueden ser buenos o malos, y con la tecnología actual podemos crear hábitos saludables que mejoren nuestras vidas (lo contrario, ya sabemos todos que es una práctica habitual). Si alguien duda de este punto, que se pregunte porqué Amazon, Berkshire Hathaway y JP Morgan Chase, anunciaron el pasado 30 de enero la creación de una nueva compañía para atender mejor las necesidades médicas de sus empleados gastando menos.
¿Qué sucede con el sistema sanitario actual? Que como pacientes que somos todos, nos faltan dos cosas: conocimientos y control. El acceso a la información puede facilitarnos ambos.
Internet nos permite realizar consultas cuando y como nos convenga. Pero no es suficiente, el cambio que viene, la disrupción que tanto se menciona, va a trasladar el énfasis de los proveedores a los pacientes, y de los pacientes a los datos. Nuestros inseparables smartphones nos van a permitir controlar nuestra salud de una manera cada vez más rigurosa.
Esto es, gracias al acceso a nuestros historiales médicos y a la habilidad para compartir fácilmente la información con quien confiamos, podremos reducir las ineficiencias en nuestros tratamientos, al tiempo que alimentamos un repositorio de información en la nube que contribuirá al entrenamiento de algoritmos médicos que aprenderán a obtener patrones cada vez más sofisticados (machine learning) con los que los médicos podrán detectar tendencias, contrastar cómo distintas poblaciones responden ante distintos tratamientos y, finalmente, llegar a predecir y prevenir enfermedades antes de que ocurran. En un futuro cercano, cuidar de uno mismo, será cuidar de los demás.